PRÓLOGO
1. TRES cosas le son necesarias al hombre para su salvación: el conocimiento de lo que debe creer, el conocimiento de lo que debe desear y el conocimiento de lo que debe cumplir. El primero se enseña en el Símbolo, en el que se nos comunica la ciencia de los artículos de la fe; el segundo en el Padrenuestro; y el tercero en la Ley.
Trataremos ahora del conocimiento de lo que se debe cumplir. Para ello
tenemos cuatro leyes.
2. a) La primera se llama ley natural. Y ésta no es otra cosa que la luz del entendimiento puesta en nosotros por Dios, por la cual sabemos qué debemos hacer y qué debemos evitar. Esa luz y esta ley se las dio Dios al hombre al crearlo. Sin embargo, muchos creen excusarse por la ignorancia, si no observan esa ley. Pero en contra de ellos dice el Profeta en el Salmo IV, 6: "Son muchos los que dicen: ¿Quién nos mostrará lo que es el bien?", como si ignorasen qué es lo que se debe hacer, pero él mismo responde (ibídem, 7): "Marcada está en nosotros la luz de tu rostro, Señor", o sea, la luz del entendimiento, por la que se nos hace evidente qué debemos hacer. En efecto, nadie ignora que aquello que
no quiere que se le haga a él no debe hacérselo a otro, y otras cosas semejantes.
3. b) Pero aunque Dios le dio al hombre en la creación esta ley, o sea la ley
natural, el diablo sembró en seguida en el hombre otra ley, esto es, la ley de la concupiscencia. En efecto, mientras el alma del primer hombre estuvo sujeta a Dios, guardando los divinos preceptos, igualmente la carne estuvo en todo sujeta al alma o razón. Pero luego que el diablo apartó al hombre, por sugestión, de la observancia de los divinos preceptos, así también la carne le desobedeció a la razón. Y por eso ocurre que aun cuando el hombre quiera el bien conforme a la razón, por la concupiscencia se inclina a lo contrario. Y esto es lo que el Apóstol dice en Rom. 7, 23: "Pero siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente". Y por eso frecuentemente la ley de la concupiscencia echa
a perder la ley natural y el orden de la razón. Por lo cual agrega el Apóstol
(ibídem): "y me encadena a la ley del pecado, que está en mis miembros".
4. c) Así pues, por haber sido destruida la ley natural por la ley de la
concupiscencia, convenía que el hombre fuese llevado a obrar la virtud y
apartarse de los vicios: para lo cual era necesaria la ley de la Escritura.
5. Pero es de saberse que al hombre se le aparta del mal y se le induce al
bien de dos maneras.
En primer lugar, por el temor; porque lo primero por lo que alguien
principalmente empieza a evitar el pecado es la consideración de las penas del infierno y del último juicio. Por lo cual dice el Eclesiástico (1, 16): El principio de la sabiduría es el temor de Dios"; y adelante (27): "El temor del Señor aleja el pecado". En efecto, aunque el que no peca por temor no es un justo, sin embargo, así empieza su justificación.
Así pues, de este modo se aparta el hombre del mal y es inducido al bien por
la ley de Moisés, y quienes la menospreciaban eran castigados con la muerte.
Hebr 10, 28: "El que menosprecia la ley de Moisés, sin misericordia es
condenado a muerte sobre la palabra de dos o tres testigos".
6. d) Pero como este modo es insuficiente, insuficiente fue la ley que había
sido dada por Moisés, por que apartaba del mal al hombre precisamente por me dio del temor, que aunque contenía la mano, no reprimía el corazón. Por eso hay otro modo de apartar del mal e inducir al bien, es a saber, el medio del amor. Y según este medio fue dada la ley de Cristo, a saber, la ley evangélica, que es la ley del amor.
7. Pero es menester considerar que entre la ley del temor y la ley del amor
hay una triple diferencia.
En primer lugar, porque la ley del temor hace siervos a sus observantes, y en
cambio la ley del amor los hace libres. En efecto, aquel que obra sólo por el
temor, obra al modo del siervo; quien, en cambio, obra por amor, obra a la
manera del libre o del hijo. Por lo cual el Apóstol dice en 2 Cor 3, 17: "Donde
está el Espíritu del Señor, allí está la libertad", porque obran por amor como
hijos.
8. La segunda diferencia está en que a los observantes de la primera ley se
les ponía en posesión de bienes temporales. Isaías 1, 19: "Si queréis, si me
escucháis, comeréis los bienes de la tierra". En cambio, los observantes de la
segunda ley serán puestos en posesión de los bienes celestiales. Mateo 19, 17: "Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos"; y Mt 3, 2: "Haced penitencia, porque el reino de los cielos está cerca".
9. La tercera diferencia está en que la primera (de las dos leyes) es pesada:
Hechos 15, 10: "¿Por qué tentáis a Dios, queriendo imponer sobre nuestro cuello un yugo que ni nuestros padres ni nosotros fuimos capaces de soportar?"; y en cambio la segunda es leve: Mt 11, 30: "Pues mi yugo es suave y mi carga ligera"; y el Apóstol en Rom 8, 15: "No recibisteis un espíritu de servidumbre para recaer en el temor, sino que recibisteis el espíritu de adopción de hijos".
10. Así es que, como ya dijimos, hay cuatro leyes: la primera es la ley
natural, grabada por Dios en la creación; la segunda es la ley de la
concupiscencia; la tercera es la ley de la escritura; la cuarta es la ley de la
caridad y de la gracia, que es la ley de Cristo. Pero es claro que no todos pueden con el duro trabajo de la ciencia. Por lo cual Cristo nos dio una ley abreviada, que pueda ser conocida por todos y de cuya observancia nadie se pueda excusar por ignorancia. Y esta es la ley del amor divino. Dice el Apóstol en Rom 9, 28: "El Señor abreviará su palabra sobre la tierra".
11. Debemos saber que esta ley [del divino amor] debe ser la regla de todos
los actos humanos. Así como vemos en las obras de arte que es buena y bella la que se adecúa a la regla, así también un acto humano es bueno y virtuoso
cuando concuerda con la regla del divino amor. Y cuando no concuerda con esta regla no es bueno ni recto ni perfecto. Por lo tanto, para que los actos humanos sean buenos es menester que concuerden con la regla del divino amor.
12. Pero debemos saber que esta ley del divino amor opera en el hombre
cuatro cosas sumamente deseables.
1) En primer lugar produce en él la vida espiritual. En efecto, de manera
manifiesta, naturalmente el amado está en el amante. Por lo cual quien ama a Dios lo tiene en sí mismo: 1 Juan 4, 16: "Quien permanece en la caridad, en
Dios permanece, y Dios en él".
También es de la naturaleza del amor el transformar al amante en el amado.
Por lo cual, si amamos cosas viles y caducas, nos hacemos viles e inciertos:
Oseas 9, 10: "Se hicieron abominables como lo que amaron". Pero si amamos a Dios, nos hacemos divinos, porque, como se dice en 1 Cor 6, 17: "El que se une al Señor se hace un solo espíritu con El".
13. Pero según dice San Agustín, "así como el alma es la vida del cuerpo, así
Dios es la vida del alma". Y esto es algo manifiesto. En efecto, decimos que el
cuerpo vive por el alma cuando tiene las operaciones propias de la vida, y
cuando obra y se mueve; pero si el alma se retira, el cuerpo ni obra ni se mueve.
Así también, el alma obra virtuosa y perfectamente cuando obra por la caridad, por la cual habita Dios en ella; y sin la caridad no obra: 1 Juan 3, 14: "Quien no ama permanece en la muerte".
Porque debemos considerar que si alguien posee todos los dones del Espíritu Santo sin la caridad, carece de vida. En efecto, ya sea el don de lenguas, ya sea el don de la fe, ya sea cualquiera otro, sin la caridad no dan la vida. Aunque un cuerpo muerto se vista de oro y piedras preciosas, muerto permanece. Esto es pues lo primero que la caridad produce.
14. 2) Lo segundo que opera la caridad es la observancia de los divinos
mandatos. San Gregorio: "Nunca está inactivo el amor de Dios: si existe,
grandes cosas opera; pero si se niega a obrar, no es amor". Por lo cual el signo evidente de la caridad es la prontitud en cumplir los preceptos divinos. Vemos, en efecto, que el amante realiza cosas grandes y difíciles por el amado. Juan 14, 23: "El que me ama guardará mi palabra".
15. Pero se debe considerar que quien observa el mandato y la ley del amor
divino cumple con toda la ley. Pues bien, es doble el orden de los divinos
mandatos. En efecto, algunos son afirmativos, y la caridad los cumple, porque la plenitud de la ley que consiste en los mandamientos, es el amor, por el cual se les observa. Otros son prohibitivos, y también éstos los cumple la caridad, porque, como dice el Apóstol en 1 Cor 13, 4, no obra ella falsamente.
16. 3) Lo tercero que la caridad opera consiste en ser un socorro contra las
adversidades. En efecto, a quienes poseen la caridad no los daña ninguna
adversidad, sino que ésta se les transforma en algo saludable: Rom. 8, 28:
"Todas las cosas concurren para el bien de los que aman a Dios". Ciertamente, aun las cosas adversas y difíciles le parecen dulces al que ama, tal como entre nosotros lo vemos patente.
17. 4) El cuarto efecto [de la caridad] es que conduce a la dicha. En efecto,
únicamente a los que posean la caridad se les promete la eterna
bienaventuranza. Porque sin la caridad todo es insuficiente. 2 Tim IV, 8: "Ya me está preparada la corona de la justicia, que me otorgará aquel día el Señor, justo Juez, y no sólo a mí, sino a todos los que aman su venida".
18. Y es de saberse que sólo según la diferencia de la caridad es la diferencia de la bienaventuranza y no según alguna otra virtud. En efecto, hubo muchos que fueron más abstinentes que los Apóstoles; pero éstos aventajan a todos los demás en bienaventuranza en virtud de la excelencia de su caridad, porque, según el Apóstol —Rom. 8, 23—, poseyeron las primicias del espíritu. Así es que la diferencia de la bienaventuranza proviene de la diferencia de la caridad.
Y así se manifiestan los cuatro efectos que produce en nosotros la caridad.
Pero aparte de ellos hay algunos otros producidos por ella, que no se deben
olvidar.
19. 5) En primer lugar, en efecto, produce la remisión de los pecados. Y esto
lo veremos claramente por nosotros mismos. En efecto, si alguien ofende a otro, y luego lo ama íntimamente, en virtud de este amor a él perdona el ofendido la ofensa. De la misma manera, Dios les perdona los pecados a los que lo aman. 1 Pedro 4, 8: "La caridad cubre una muchedumbre de los pecados". Y bien dice "cubre", porque éstos no los ve Dios para castigarlos. Pero aunque diga que cubre una multitud, sin embargo, Salomón dice —Prov 10, 12— que "la caridad cubre la totalidad de los pecados". Y esto es lo que manifiesta sobre todo el ejemplo de la Magdalena —Luc 7, 47—: "Le son perdonados sus muchos pecados". Y en seguida dice por qué: "porque ha amado mucho".
20. Pero quizá diga alguno: Luego basta la caridad para lavar los pecados, y
no se necesita la penitencia. Pero se debe considerar que no ama en verdad el que no se arrepienta verdaderamente. En efecto, es claro que cuanto más
amamos a alguien, tanto más nos dolemos si lo ofendimos. Y este es uno de los efectos de la caridad.
21. 6) Igualmente causa la iluminación del corazón. Como dice Job —37, 19
—: "todos estamos envueltos en tinieblas". En efecto, con frecuencia ignoramos qué debemos hacer o desear. Pero la caridad enseña todo lo que es necesario para la salvación. Por lo cual dice San Juan, 2, 27: "Su unción os lo enseña todo". En efecto, donde hay caridad, allí está el Espíritu Santo, que lo conoce todo y nos conduce por el camino recto, como se dice en Salmo 142, 10. Por lo cual dice el Eclesiástico —2, 10—: "Los que teméis a Dios, amadle, y vuestros corazones serán iluminados", esto es, conociendo lo necesario para la salvación.
22. 7) Igualmente produce en el hombre la perfecta alegría. En efecto, nadie
posee en verdad el gozo si no vive en la caridad. Porque cualquiera que desea algo, no goza ni se alegra ni descansa mientras no lo obtenga. Y en las cosas temporales ocurre que se apetece lo que no se tiene, y lo que se posee se desprecia y produce tedio; pero no es así en las cosas espirituales. Por el
contrario, quien ama a Dios lo posee, y por lo mismo el ánimo de quien lo ama y lo desea en El descansa. "El que permanece en la caridad, en Dios permanece, y Dios en él", como se dice en 1 Juan 4, 16.
23. 8) Igualmente produce una perfecta paz. En efecto, ocurre que
frecuentemente se desean las cosas temporales; pero ya poseyéndolas, aún
entonces el ánimo del que las desea no descansa; por el contrario, poseyendo una cosa, desea otra. Isaías 57, 20: "Pero el corazón del impío es como un mar proceloso que no puede aquietarse". Y también Isaías 57, 21: "No hay paz para los impíos, dice el Señor". Pero no ocurre así habiendo Caridad para con Dios. Porque quien ama a Dios, goza de perfecta paz. Salmo 118, 165: "Mucha paz tienen los que aman tu ley; no hay para ellos tropiezo".
Lo cual es así porque sólo Dios basta para satisfacer nuestros deseos: Dios,
en efecto, es más grande que nuestro corazón, como dice el Apóstol (I Juan 3,
20), y por eso dice San Agustín en sus Confesiones (L. I): "Nos hiciste para ti,
Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti". Salmo 102, 5: "El sacia tus deseos de todo bien".
24. 9) Igualmente la caridad hace al hombre de gran dignidad. En efecto,
todas las criaturas están al servicio de la Divina Majestad (porque todas han
sido hechas por El), como están al servicio del artesano las obras de sus manos; pero la caridad convierte al siervo en libre y amigo. Por lo cual les dice el Señor a los Apóstoles —Juan 15, 15—: "Ya no os llamo siervos... sino amigos".
25. Pero ¿acaso no es siervo Pablo, ni los demás Apóstoles, que se firman
siervos?
Pero es de saberse que hay dos clases de servidumbre. La primera es la del
temor; y ésta es aflictiva y no meritoria. En efecto, si alguien se abstiene del
pecado por el solo temor de la pena, no por eso merece, sino que todavía es
siervo. La segunda es la del amor. En efecto, si alguien obra no por temor del castigo sino por el amor divino, no obra como siervo, sino como libre, por obrar voluntariamente. Por lo cual les dice Cristo: "Ya no os digo siervos". Pero ¿por qué? El apóstol responde —Rom 8, 15—: "No habéis recibido un espíritu de servidumbre para recaer en el temor, sino que recibisteis el espíritu de hijos adoptivos". En efecto, no hay temor en la caridad, como se dice en 1 Juan 4, 18, porque el temor es por un castigo; pero la caridad no sólo nos hace libres sino también hijos, de modo que nos llamamos hijos de Dios y lo somos, como se dice en 1 Juan 3, 1.
En efecto, el extraño se hace hijo adoptivo de alguien cuando adquiere para
sí el derecho a heredarlo. De la misma manera, la caridad adquiere el derecho a la herencia de Dios, la cual es la vida eterna, porque, como se dice en Rom 8, 16-17: "El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios, y si hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo". Sabiduría 5, 5: "He aquí que han sido contados entre los hijos de Dios".
26. Por lo ya dicho son patentes las ventajas de la caridad. Puesto que es tan
ventajosa, con ahínco se debe trabajar por adquirirla y conservarla.
Sin embargo, es de saberse que por sí mismo nadie puede poseer la caridad,
antes bien es un don de solo Dios. Por lo cual se dice en 1 Juan 4, 10: "La
caridad está no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó primero"; pues es evidente que Dios no nos ama porque nosotros lo amáramos primero, sino que nosotros lo amamos a causa de su amor.
27. Se debe considerar también que aunque todos los dones provienen del
Padre de las luces, el de la caridad sobrepasa a todos los otros dones. En efecto, todos los demás se pueden poseer sin caridad y sin el Espíritu Santo, mientras que con la caridad necesariamente se posee al Espíritu Santo. Dice el Apóstol en Rom 5, 5: "La caridad de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado". En efecto, sin la gracia y sin el Espíritu Santo se poseen ya el don de lenguas, ya el de ciencia, ya el de profecía.
28. Pero aunque la caridad sea un don divino, para poseerla se requiere una
disposición de nuestra parte. Y por eso es de saberse que para adquirir la
caridad son necesarias dos cosas especialmente, y otras dos para el aumento de
la caridad ya adquirida.
a) Pues bien, para adquirir la caridad lo primero es escuchar
cuidadosamente la palabra [divina]. Y esto se prueba de manera suficiente por lo que ocurre entre nosotros. En efecto, oyendo cosas buenas de alguien, nos inflamos en amor por él. Salmo 118, 140: "Tu palabra es fuego impetuoso, y tu siervo la ama". También el Salmo 104, 19: "La palabra del Señor lo inflamó". Y por eso aquellos dos discípulos [de Emaús], turbados por el amor divino, decían—Lc 24, 32—: "¿No ardían nuestros corazones dentro de nosotros mientras en el camino nos hablaba y nos declaraba las Escrituras?". Por lo cual leemos también en Hechos 10, 44, que al predicar Pedro, el Espíritu Santo descendió sobre los que escuchaban la divina palabra. Y esto ocurre frecuentemente en las predicaciones, en cuanto los que vienen con un corazón duro se encienden en el divino amor en virtud de la palabra de la predicación.
29. Lo segundo es la continua meditación del bien. Salmo 38, 4: "Me ardía el
corazón dentro del pecho". Así es que si quieres adquirir el amor divino, medita en el bien. En efecto, demasiado duro tendría que ser el que meditando en los divinos beneficios que se le han concedido, en los peligros que se le han evitado y en la bienaventuranza que de nuevo se le ha prometido por Dios, no se inflamara en el amor divino. Por lo cual dice San Agustín: "Duro es el corazón del hombre, que no sólo no quiere dar amor sino que ni siquiera corresponder".
Siempre, así como los malos pensamientos destruyen la caridad, así también los buenos la adquieren, la alimentan y la conservan. Así es que decidamos con Isaías 1, 16: "Quitad de ante mis ojos la iniquidad de vuestros pensamientos".
Sabiduría 1, 3: "Los pensamientos perversos apartan de Dios".
30. b) Por otra parte, son también dos las cosas que aumentan la Caridad ya
adquirida.
La primera es el desprendimiento del corazón de las cosas terrenas. En
efecto, el corazón no puede portarse perfectamente en cosas diversas. Por lo cual nadie puede amar a Dios y al mundo. Por lo mismo, cuanto más se aleja el alma del amor de las cosas terrenas, tanto más se afirma en el amor divino. Por eso dice San Agustín en el Libro de las 83 Cuestiones: "La ruina de la caridad es la esperanza de alcanzar o guardar los bienes temporales; el alimento de la caridad es la disminución de la concupiscencia; su perfección, nula concupiscencia, porque la raíz de todos los males es la concupiscencia". Así es que el que quiera alimentar la candad, aplíquese en disminuir las
concupiscencias.
31. Ahora bien, la concupiscencia es el deseo de adquirir o retener las cosas
temporales. El principio de su disminución es el temor de Dios, al que no se
puede sólo temer sin amarlo. Y con este objeto fueron establecidas las órdenes religiosas: en ellas y por ellas el alma se aparta de las cosas mundanas y corruptibles y se endereza a las divinas. Lo cual se significa en 2 Mac 1, 22, donde se dice: "Salió el sol, que antes estaba nublado". El sol, esto es, el humano entendimiento, está nublado cuando se aplica a las cosas terrenas; pero brilla cuando se aparta y se retira del amor a las cosas terrenas. En efecto, entonces resplandece y en él crece entonces el amor divino.
32. La segunda es una firme paciencia en las adversidades. En efecto, es
claro que cuando sufrimos cosas penosas por la persona amada, ese amor no se destruye sino que aumenta. Cant 8, 7: "Copiosas aguas (o sea, las muchas
tribulaciones) no han podido extinguir la caridad". Por eso los varones santos que soportan las adversidades por Dios, más se afirman en su amor, así como el artesano quiere más la obra en que más trabajó. De ahí también que cuanto más aflicciones sufren los fieles por Dios, tanto más se elevan en su amor. Gen 7, 17: "Crecieron las aguas (esto es, las tribulaciones) y levantaron el arca sobre la tierra", o sea, a la Iglesia, o el alma del varón justo.
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