
La
vocación es el llamado de Dios. Este llamado puede ser externo -por sus
mismos labios, como en el caso de sus discípulos, o por la Escritura-; o
interno -por la inspiración del Espíritu Santo-. Ambos llamados,
proviniendo de Dios, no pueden someterse al juicio de los hombres,
máxime al de los allegados. Sólo se debe consultar con un prudente
director o confesor.
a) Prontitud para responder a la vocación.
Demostraremos ahora la falsedad de la tesis contraria:
En
San Mateo (4, 20) se lee que Pedro y Andrés, no bien fueron llamados
por el Señor, dejando las redes le siguieron. En su alabanza dice San
Juan Crisóstomo: "Estaban en pleno trabajo; pero al oír al que les
mandaba, no se demoraron, no dijeron: Volvamos a casa y consultémoslo
con nuestros amigos; sino que dejando todo lo siguieron, como hizo
Eliseo con Elías. Cristo quiere de nosotros una obediencia semejante, de
modo que no nos demoremos un instante." En los versículos siguientes se
lee de Santiago y Juan que llamados por Dios, dejando al instante las
redes y a su padre, le siguieron. Y, como dice San Hilario comentando
este pasaje: "Al dejar su trabajo y la casa paterna, nos enseñan cómo
hemos de seguir a Cristo, y a no esclavizarnos con las preocupaciones
del siglo y los lazos de la vida familiar".
Más
adelante (Mt 9) se narra de San Mateo que al llamado del Señor se
levantó y le siguió. "Advierte la obediencia del que fue llamado
-comenta San Juan Crisóstomo-; no se resiste, no pide ir a su casa y
comunicárselo a los suyos". Y aun menospreció los castigos humanos que
le amenazaban de parte de las autoridades por dejar sin concluir las
operaciones de su banca -como dice San Remigio comentando este lugar-.
De todo esto se deduce evidentemente que ningún motivo humano nos debe
retardar en el servicio de Dios.
Se
lee también en San Mateo (8, 21) y en San Lucas (9, 59) que un
discípulo de Cristo le dijo: Señor, déjame ir primero y enterrar a mi
padre. Y Jesús le dijo: Sígueme y deja que los muertos entierren a sus
muertos. San Juan Crisóstomo dice comentando este lugar: "Esto lo dijo,
no precisamente para obligarnos a rechazar el amor hacia los padres,
sino para demostrarnos que ninguna cosa nos es más necesaria que
ocuparnos en las cosas del cielo; que debemos aplicarnos a ellas con
todo interés y no tardar un instante, aunque nos atraigan otras
circunstancias, inevitables e incitadoras. ¿Qué más necesario que
sepultar al padre? ¿Qué más fácil que eso?, no se perdería en ello gran
tiempo. Pero el diablo insiste con ardor para ver si puede así hallarse
una entrada; y donde halla una pequeña negligencia, introduce por allí
un gran desaliento. Por eso nos advierte el Sabio: No lo difieras de un
día para otro. Esto nos avisa que no debemos perder un minuto de tiempo,
aunque nos salgan al paso mil dificultades; y a preferir las cosas
espirituales a todas las demás aunque nos sean necesarias".
"Hay
que honrar al padre -dice San Agustín en el Tratado de las Palabras del
Señor- pero también hay que obedecer a Dios. Yo, nos dice, te llamo
para predicar el Evangelio. En esta tarea te necesito, y esta obra es
más grande que la que tú quieres hacer: otros quedan para sepultar a sus
muertos. No es lícito subordinar lo anterior a lo posterior. Amad a los
padres, pero amad más a Dios". Por consiguiente, si el Señor reprende
al discípulo que le pide un plazo tan corto para una cosa tan necesaria,
¿cómo pretender que para seguir los consejos de Cristo se necesita
deliberar un largo tiempo?
Sigamos
en el Evangelio de San Lucas: Y otro le dijo: Yo te seguiré Señor, pero
primero déjame ir a despedirme de mi casa (9, 61). Comentando este
pasaje dice San Cirilo, el insigne doctor griego: "La promesa es digna
de ser imitada y alabada. Pero el querer despedirse de los suyos y
pedirles permiso es señal de que en algo se ha apartado del Señor,
cuando en su espíritu había propuesto seguirlo sin restricción. En
efecto, querer consultarlo con prójimos que no van a condescender con su
determinación, indica que por algún lado iba flaqueando. Por eso el
Señor lo reprende: Y Jesús le dijo: Quien pone la mano en el arado y
vuelve la vista atrás, no es apto para el reino de Dios (62). Pone las
manos en el arado quien con el afecto sigue a Cristo; pero vuelve la
vista atrás quien pide un plazo para volver a su casa y consultar con
los suyos. Como vemos, no es ésta la conducta de los Santos Apóstoles,
sino que dejaron con prontitud la nave y el padre y siguieron a Cristo.
San Pablo no consultó carne ni sangre. Así pues deben ser los que
quieren seguir a Cristo".
San
Agustín explica esto en su Tratado de las Palabras del Señor: "Te llama
el Oriente, y tú miras al Occidente". El Oriente es Cristo, según
aquello de Zacarías (6, 12): He aquí un hombre cuyo nombre es Oriente.
El occidente es el hombre que cae en la muerte, o está expuesto a caer
en las tinieblas del pecado y de la ignorancia.
Por
consiguiente, es injuriar a Cristo en quien están encerrados todos los
tesoros de la sabiduría de Dios (Col 2, 3), creer que después de haber
oído el consejo de Cristo, se debe recurrir al consejo de hombre mortal.
b) Dios nos hace conocer el bien del estado religioso por medio de las Sagradas Escrituras.
Y
aquí nos quieren atajar con un ridículo subterfugio. Todo esto -dicen-
no vale sino en el caso de ser llamados directamente por la voz del
Señor. Entonces, claro está, no hay que demorarse ni recurrir al consejo
de nadie. Pero cuando el hombre es llamado a la religión sólo
interiormente, entonces sí que es necesario una larga deliberación y el
consejo de muchos para conocer si el llamado procede realmente de una
inspiración divina.
Réplica llena
de errores. Las palabras de Cristo contenidas en las Escrituras, las
debemos recibir como si las oyésemos de los mismos labios del Señor. Así
se lee en San Marcos: Lo que a vosotros digo, a todos lo digo: velad
(13, 37). Y en la Epístola a los Romanos leemos: Todas las cosas que han
sido escritas, para nuestra enseñanza han sido escritas. Y San Juan
Crisóstomo dice: "Si todas estas cosas se hubiesen predicado sólo para
los contemporáneos, nunca se hubiesen escrito. Por eso fueron predicadas
para ellos y escritas para nosotros". San Pablo dice en la Epístola a
los Hebreos (12, 5) citando el Antiguo Testamento: Os habéis olvidado ya
de las palabras de consuelo que os dirige como a hijos diciendo: Hijo
mío, no desprecies la corrección. Por consiguiente las palabras de la
Sagrada Escritura se dirigen no sólo a los contemporáneos, sino también a
los venideros.
Pero veamos
especialmente si el consejo que dio Nuestro Señor (Mt 19, 21 ): Si
quieres ser perfecto ve, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres,
se dirigía a él solo, o también a todos los hombres. Podemos deducir lo
segundo por lo que sigue. En efecto, al decirle Pedro: He aquí que hemos
dejado todo y te hemos seguido, estableció una recompensa general que
valdría para todos: Y cualquiera que habrá dejado casa o hermanos... por
causa de mi nombre, recibirá cien veces más y poseerá la vida eterna.
Por lo tanto, cada cual debe seguir este consejo como si lo oyese de los
mismos labios del Señor. "Habiendo oído -dice a este propósito San
Jerónimo escribiendo al Presbítero Paulino- la sentencia del Salvador:
Si quieres ser perfecto anda, y vende todo lo que tienes y dalo a los
pobres, y luego ven y sígueme: traduce en obras estas palabras; y
siguiendo desnudo la Cruz desnuda, subirás con más prontitud y libertad
la escala de Jacob". Es verdad que mientras Jesús hablaba al adolescente
le dirigía a él solo la palabra. Pero en otro lugar (Mt 16, 24), da el
mismo consejo de una manera universal: Si alguno quiere venir en pos de
mí, niéguese a sí mismo y cargue con su cruz y sígame. San Juan
Crisóstomo comenta: "Propone esta verdad común para todo el mundo: Si
alguno quiere, es decir, si un hombre, si una mujer, si un rey, si un
libre, si un esclavo..." La negación de sí mismo, según San Basilio, es
un total olvido de lo pasado y alejamiento de la propia voluntad. Y así
se ve que esta negación de sí mismo comprende también el abandono de las
riquezas, las cuales se poseen dependiendo de la propia voluntad.
Concluimos pues, que el consejo que el Señor dio al adolescente debemos
recibirlo como si cada uno lo oyera de labios del Señor.
c) Luego nos incita a abrazarlo por un llamado interior.
Aun
queda algo que considerar en la réplica anteriormente citada. Hemos
demostrado ya que aquellas palabras que el Señor nos comunica por medio
de las Escrituras tienen la misma autoridad que si las oyésemos de los
mismos labios del Señor. Consideremos ahora el otro modo con el que el
Señor nos habla interiormente, según lo del Salmo (84, 9): Escucharé lo
que me hable el Señor. Este modo de expresión precede a toda palabra
externa, pues según San Gregorio en la homilía de Pentecostés: "El
Creador no abre su boca para enseñar al hombre sin haberle hablado antes
por la unción del espíritu. Sin duda Caín, antes de consumar el
fratricidio había oído: Has pecado, detente. Mas estando como fuera de
sí por sus pecados, recibió el aviso sólo de palabra y no con la unción
del Espíritu. Pudo sí oír las palabras, pero no quiso obedecerlas". Por
consiguiente, si como conceden ellos mismos, hay que obedecer al
instante el mandato del Señor que viene de afuera, con mayor razón
debemos obedecer sin vacilar un momento, sin resistirlas por ningún
motivo, las voces interiores con que el Espíritu Santo mueve el alma.
Por eso en Isaías (50, 5) se dice por boca del profeta, o mejor, del
mismo Cristo: El Señor Dios me abrió el oído, es decir, inspirándome
interiormente, y yo no me resistí ni me volví atrás, tendiendo a lo
venidero como ya olvidado de lo pasado (Flp 3, 14). Todos aquellos que
se rigen por el Espíritu de Dios -dice San Pablo (Rm 8, 14)- ésos son
hijos de Dios. "No porque no hagan nada -comenta San Agustín- sino
porque son regidos por el impulso de la gracia". Y este impulso no rige a
quien se resiste o se demora. Lo propio de los hijos de Dios es dejarse
conducir por el impulso de la gracia a cosas mayores, sin andar
buscando consejos. De este impulso habla Isaías al decir (59, 19):
Cuando venga como un río impetuoso, impelido por el Espíritu del Señor. Y
que hay que seguirlo lo dice San Pablo escribiendo a los Gálatas:
Proceded según el Espíritu (5, 16); si sois conducidos por el Espíritu,
no estáis sujetos a la Ley (vers. 18); si vivimos por el Espíritu,
procedamos también según el Espíritu (vers. 25). San Esteban, como si se
tratase de un gran crimen, increpaba a unos individuos diciéndoles:
Vosotros resistís siempre al Espíritu Santo (Hch 7, 5). El Apóstol
advierte a los Tesalonicenses: No apaguéis el Espíritu (1, 5, 19), sobre
lo que dice la glosa: "Si el Espíritu Santo quiere revelar algo a
alguno en cualquier momento, no le impidáis a ese tal decir lo que
siente". Y el Espíritu Santo revela diciendo no sólo lo que el hombre
debe hablar, sino también sugiriéndole lo que debe hacer, como dice San
Juan (c. 14). Por consiguiente, cuando el hombre es impulsado por
inspiración del Espíritu Santo a entrar en religión, no se lo debe
detener para que vaya a pedir consejos a los hombres, sino que al
instante debe seguir ese impulso; por lo que se dice en Ezequiel: A
cualquier parte donde iba el Espíritu, allá se dirigían también en pos
de él las ruedas.
Además de la autoridad de la Escritura, se pueden citar a este propósito muchos ejemplos de los Santos.
Narra
San Agustín (Conf. VIII, 6) el caso de dos soldados, uno de los cuales
después que acabó de leer la vida de San Antonio Abad, inflamado de
repente en santo amor, dijo a su amigo: "Estoy resuelto a seguir a Dios,
y quiero comenzar desde este momento y en este preciso lugar. Si no
tienes ánimo para imitarme, por lo menos no te opongas. El otro le
respondió que quería participar de tan gran recompensa y tan gran
milicia. Y ambos, ya siervos tuyos, comenzaron a edificar la torre con
el caudal proporcionado, que consistía en dejar todas sus cosas y
seguirte". En el mismo libro San Agustín se reprocha a sí mismo el haber
retardado su conversión: "Convencido ya -dice- de la verdad, no tenía
nada más absolutamente que responder, sino unas palabras lánguidas y
soñolientas: luego, sí, luego: déjame otro poco. Pero el "luego" no
tenía término, y el "déjame otro poco" se hacía ya demasiado largo".
También en ese libro dice: "Yo me avergonzaba mucho porque aun oía el
murmullo de aquellas fruslerías (mundanas y carnales) que me tenían
indeciso".
Como se ve, no es nada
laudable, sino más bien censurable, tanto el retardar el cumplimiento
de una vocación hecha interior o exteriormente de palabra o por medio de
la Escritura: cuanto el andar pidiendo consejo como si se tratara de
cosa dudosa.
d) Gracias que acompañan a este llamado.
Otro
resultado de la eficacia de la inspiración interior, es impulsar a los
hombres inspirados a cosas más altas. Símbolo de esta realidad es
aquello que relatan los Hechos de los Apóstoles (c. 2) cuando reunidos
los discípulos en un mismo lugar, vino de repente sobre ellos el
Espíritu Santo y comenzaron a predicar las maravillas del Señor. "La
gracia del Espíritu Santo -comenta la glosa- nunca procede con
lentitud". Y en el Eclesiástico (11, 19) se lee: Fácil cosa es para Dios
enriquecer al pobre en un momento. San Agustín demuestra esta eficacia
de la inspiración interna de Dios en el Tratado de la Predestinación de
los Santos, citando aquel pasaje de San Juan (6, 45): Todo el que ha
escuchado al Padre y ha aprendido, viene a Mí. "Muy ajena -dice- a los
sentidos de la carne es esta escuela en la que el Padre es escuchado y
enseña el camino para llegar al Hijo. Y esto no lo obra por los oídos de
la carne, sino por los del corazón... Así pues, la gracia que la divina
largueza infunde secretamente en los corazones de los hombres, no es
resistida por ningún corazón endurecido: aun más, la infunde
precisamente para quitar de raíz la dureza de corazón".
También
San Gregorio habla de esta eficacia de la inspiración interior en la
homilía de Pentecostés: "?Qué gran artífice es este Espíritu! No tarda
un instante para enseñar. Apenas toca el alma, le enseña todo cuanto
quiere: tocarla y enseñarla es una sola cosa para El, pues al mismo
tiempo que ilumina al alma, la transforma. Quita de repente lo que antes
había y muestra de repente lo que no había". Por consiguiente, quien
detiene el impulso del Espíritu Santo con largas consultas, o ignora o
rechaza conscientemente el poder del Espíritu Santo.
Además
de la autoridad de los Doctores Sagrados, citemos para comprobar la
falsedad de esa afirmación los escritos de los filósofos. Aristóteles
dice en un capítulo de la Ética que se titula De la buena fortuna:
"Pregúntase cuál es en el alma el principio del movimiento. Naturalmente
que como en todas las cosas, es Dios. En efecto, el principio de la
razón no es la razón misma, sino algo superior. ¿Y qué otra cosa habrá
superior a la ciencia y al entendimiento, sino sólo Dios? " Sigue
hablando después de aquellos que son movidos por Dios, "los cuales no
deben ir en busca de consejo: ya que tienen un principio tal que es
mejor que toda inteligencia y consejo". Avergüéncense los que se dicen
católicos y se entrometen a dar consejos humanos a los inspirados por
Dios: un filósofo pagano les enseña que no hay necesidad de tales
consejos.
e) Cuándo y a quién se ha de consultar sobre la vocación.
Tratemos
de ver ahora en qué casos necesitan consejo aquellos a quienes ha sido
inspirado el propósito de entrar en religión. En un primer caso, porque
podría dudarse de si realmente lo que Cristo aconseja es lo mejor. Pero
semejante duda es sacrílega. En un segundo caso, porque se vacila en
cumplir el propósito de entrar en religión por no contrariar a los
amigos, o por no perder los bienes temporales, lo cual es propio de un
alma enredada aún en amores carnales. En su carta a Eliodoro dice San
Jerónimo a este propósito: "Aunque tu pequeño hijo se te cuelgue del
cuello; aunque tu madre con los cabellos desgreñados y rasgándose los
vestidos te muestre los pechos que te amamantaron; aunque tu padre se
tire en el umbral, pasa por encima de él y vuela sin una lágrima en los
ojos, hacia el signo de la Cruz. En este caso, el único modo de ser
piadoso es ser cruel... El enemigo empuña su espada para matarme, ¿y yo
he de parar mientes en las lágrimas de mi madre? ¿He de desertar de la
milicia por mi padre, a quien por causa de Cristo no debo ni la
sepultura?" Trae después otros argumentos semejantes.
Tal
vez alguno crea necesario pedir consejo para conocer si tiene fuerzas
suficientes para poner en práctica su propósito. Pero también a esta
duda sale al paso San Agustín -quien temía entregarse a la guarda de la
continencia- hablando de sí mismo: "En aquella misma parte en que tenía
puesta mi atención y adonde temía pasar, se me descubría la virtud de la
continencia, con una casta dignidad, serena y alegre sin disipación:
honestamente me halagaba, para que me llegara a ella resueltamente. Me
extendía sus piadosas manos llenas de una multitud de buenos ejemplos,
para recibirme en su seno y abrazarme. Allí había un gran número de
jóvenes y doncellas; una juventud numerosa, personas de toda edad,
viudas venerables y vírgenes ancianas. Y se burlaba de mí con una risa
llena de alientos, como si dijera: Lo que pudieron éstos y éstas, ¿no lo
podrás tú? ¿O acaso éstos y éstas lo pueden por sí mismos y no por su
Dios? El Señor Dios me entregó a ellos. ¿Por qué te apoyas en ti mismo,
si no puede estar en pie? Arrójate en El y no temas; no se retirará para
dejarte caer. Arrójate seguro en sus brazos que El te recibirá y te
sanará".
Resta examinar dos casos
en que les sería necesario pedir consejos a los que se proponen entrar
en religión. Uno, con respecto al modo de entrar en religión: y el otro
con respecto a alguna traba especial que les impida tomar el estado
religioso; ser esclavo, estar casado u otro semejante.
Ante
todo, no debe consultar a sus parientes, pues como se lee en los
Proverbios (25, 9): Tus cosas trátalas con tu amigo, y no descubras tus
secretos a un extraño. Los parientes no entran en este caso en la
categoría de amigos, sino más bien en la de enemigos, según aquello de
Miqueas: Los enemigos del hombre son sus familiares (7, 6), frase que el
Señor cita en San Mateo (10, 36). En este caso, como decimos, se deben
descartar especialmente las consultas con los parientes. A esto se
refiere San Jerónimo cuando en su carta a Eliodoro enumera los
impedimentos que suelen poner los parientes a quienes han propuesto
hacerse religiosos: "Ahora -dice- tu hermana viuda, te abraza
tiernamente; tus domésticos, con los que has crecido, te dicen: ¿A quién
hemos de servir si tú nos dejas? Ahora la que fue tu nodriza, ya
anciana: tu padre nutricio, que ocupa un segundo lugar en tu corazón
después de tu padre natural, te suplican: Espera a que muramos y nos
sepultes". San Jerónimo dice en el libro tercero de la Moral: "El astuto
adversario, como se ve expulsado del corazón de los buenos, va en busca
de aquellos a quienes éstos aman y le dirige por medio de ellos
palabras halagadoras, haciéndoles creer que son amados más que cualquier
otro; para que así, mientras la fuerza del amor perfora el corazón,
pueda él introducir fácilmente la espada de su persuasión hasta los
fundamentos más íntimos de la rectitud". Por eso San Benito, como
refiere San Gregorio en el libro segundo de sus Diálogos, huyendo
ocultamente de su nodriza, se retiró a un desierto; pero comunicó su
intención a un monje de Roma, el cual lo guardó en secreto y favoreció
su propósito.
Hay que descartar también los consejos de los hombres carnales, que tienen por tontería la Sabiduría de Dios.
De
ellos se burla el Eclesiástico diciendo (38, 12): Ve a tratar de
santidad con un hombre sin religión, y de justicia con un injusto... No
tomes consejos de éstos sobre tal cosa, sino más bien trata de continuo
con el varón piadoso, al cual sí se ha de pedir consejo si hubiese en
este caso algo que necesite consultar.
0 Comentarios